Mi caballo “Lucero”

El autor montando a Lucero

Por Rolando Lorie

Todas las mañanas lo veía pasar frente a la casa de mis abuelos detrás de su madre, aún cuando era un pequeño potrillo alegre y juguetón; se adelantaba corriendo y esperaba por ella, la que era montada por su dueño “Güito” camino al mercado. Me gustaba mucho su color dorado, en combinación con la mancha blanca en su frente; con los meses desarrolló como un hermoso potro de mucho brío; mi abuelo me observaba en silencio disfrutar la presencia de aquel animal. Pasado unos días, abuelo se me acercó preguntándome:
-¿Te gusta el caballito de Güito?
Yo, de inmediato le respondí con entusiasmo:
-¡Sí!
Entonces él me explicó que había acordado con mi papá, comprarle el potro a Güito para mi regalo, y que ya el negocio se había finiquitado, solo debía esperarse a ser domado y entrenado por su dueño para la entrega. De más está decirles lo contento que me sentí, le di las gracias, un beso, un abrazo fuerte y salí corriendo a contarle a abuela y primos el notición; abuela me relató, que por coincidencia, mi papá de pequeño había tenido un caballo muy parecido a éste, de su mismo color y la mancha blanca en la frente, llamado “Lucero”, por lo que decidí que así sería también su nombre. Llegó el día en que Güito vino con el potro montado en él; abuelo me llamó y dijo:
-¡Ahí lo tienes, desde hoy es tuyo!
Nuevamente se lo agradecí; no era la primera vez que montaba un caballo, pero esta vez era el mío; Güito antes de irse me dio algunos consejos sobre las características del bello equino y su cuidado, lo cual siempre aprecié mucho; entre las cosas que me dijo, llamó mi curiosidad y motivó la risa, el hecho de que los caballos mudan su primera dentición en la etapa de sus iniciales tres años, considerándose hasta ahí como potros, y yo en ese momento, también estaba en la muda de mis llamados “dientes de leche”. Sin perder tiempo tomé la soga atada a manera de frenillo y conduje a Lucero cerca de una gran piedra en el patio de la casa, subí a ella y de un salto monté en su lomo sobre el vasto que traía; comencé a disfrutar de su agradable y acompasada marcha, dando un paseo por el pueblo y su vecindario. Lucero era un caballo de “paso fino” no de trote como los utilizados para arrear ganado; podías cabalgar leguas y leguas de manera confortable. Al siguiente día acompañé a abuelo, ambos a caballo, a la talabartería de Beto para recoger unas polainas para mí y la montura y bridas con el freno de Lucero, lo cual le había ordenado a hacer con anticipación; ensillé al potro comprobando la confortabilidad de la silla recién confeccionada; de allí pasamos por la herrería de Nano y pude apreciar sus habilidades al herrar a la bestia; me explicó que debía estar pendiente de sus cascos y de no caminarlo cuando le faltara alguna herradura, pues estos podrían enfermarse de la llamada “mazamorra”, infección que le causaría intenso dolor al apoyar la pata en cuestión. Le agradecí sus advertencias y abuelo y yo seguimos nuestro camino. De pronto abuelo detuvo su caballo y me dijo:
-¡Ahora, a comprarte un bonito sombrero cowboy Stetson!
-¡Lo que tu digas abuelo!-le respondí, pensando en cómo luciría con el sombrero.
Llegamos a la tienda-almacén de Eliodoro y escogí un sombrero color crema a mi medida, que tenía una cinta negra alrededor de la copa; con el sombrero puesto busqué la aprobación de abuelo parándome frente a él, la cual dio con un movimiento afirmativo de cabeza. Mi afán en lo adelante era que Lucero me reconociera como su jinete, identificación que todavía debíamos desarrollar en estrecha relación; el caballo es un animal muy inteligente que solo de montarlo, reconoce sí esa persona lo sabe hacer o no, de ahí que le obedezca por intuición. Comencé por compartir varias horas del día con él; lo buscaba al potrero temprano en la mañana y lo regresaba al atardecer, después de ajetrearnos bastante en compañía; con el tiempo le enseñé a que viniera hacia mí a comer azúcar o granos de maíz de la mano cuando pastaba suelto, sin necesidad de correr detrás de él para enlazarlo, lo llevaba al rio a abrevar dos veces al día, lo bañaba una por semana, cosa que le encantaba. Mi única obligación por encargo de abuelo, era ocuparme de su cuidado, lo que hacía con mucha satisfacción; amigos más o menos de mi edad salíamos al amanecer los fines de semana de cabalgata, a visitar otros pueblos de aquella región, siempre guiados y cuidados por Nandito, padre de mi amigo José Alberto; éramos alrededor de catorce o quince jinetes levantando polvo por caminos vecinales en época de seca, para nuestro disfrute; la mayor atracción era atravesar a caballo algunos ríos que se encontraban en nuestra ruta,chapoleteando el agua hasta más no poder para mojarnos unos a otros;Nandito, experto conocedor de la zona, permanecía siempre al final del grupo y no permitía que alguno de nosotros se adelantara mucho, atento a nuestro buen recaudo. Llevábamos algo de comida, frutas y un porrón grande de agua potable recubierto de tela de saco, para que se mantuviera fresca; regresábamos al atardecer, cansados pero felices de haber pasado un día maravilloso entre amigos. Otra diversión que recuerdo con agrado de mis tiempos en Jarubí, era “la competencia de cintas”; se hacían dos grupos de jinetes en números iguales; el bando rojo y el azul, que competían en destreza; en el espacio de unos doce pies, se extendía entre dos árboles, una soga de la cual pendía una argolla fina metálica del tamaño de una moneda de veinte centavos, lo que conocíamos como una peseta, con una cinta de color acorde al bando concursante; el jinete debía pasar por debajo de la soga a todo galope y enganchar sin caérsele la argolla con la cinta, utilizando un puntero de madera cuya longitud era de cinco pulgadas aproximadamente, el que sostenía con su mano dominante; cada integrante tenía tres intentos, ganaba el bando que más argollas acumulara. Se hacían competencias de adultos y de niños; abuelo me obsequió el par de espuelas de plata mejicana y su puntero de madera tallada de cuando él participaba. Cada año al finalizar mi estancia vacacional y regresar a la capital junto a mis padres y hermanos, experimentaba mezcla de alegría y nostalgia al mismo tiempo; me separaba de mis abuelos y demás familiares, de los amigos del pueblo y las costumbres que llegas a incorporar; serían muchos meses hasta el próximo verano, sin disfrutar de los paseos y la compañía de mi fiel caballo Lucero.
¡A mi edad, era como vivir en mundos diferentes al mismo tiempo!

Deja un comentario